Por Fabrizio Zotta
Este año se cumplen 30 desde la aparición de la primera novela de Arturo Pérez-Reverte, El húsar (1986). El tema de aquel libro era la muerte de todo heroísmo durante las guerras napoleónicas. La semana pasada tuvo distribución mundial la última novela del autor español más famosos del mundo, que se llama Falcó, por el apellido de su protagonista: Lorenzo Falcó es un espía que tiene como misión rescatar de la cárcel a Antonio Primo de Rivera, el fundador de la Falange española, el brazo político de la extrema derecha fascista durante la guerra civil de aquel país entre 1936 y 1939.
Sin demasiadas vueltas, desde el comienzo de la novela, Reverte avisa que el héroe de esta historia es un canalla. Es un misógino, que no concibe ningún principio más que sí mismo, dispuesto a torturar o matar a sangre fría. Trabaja para el bando franquista, sin que eso suponga una posición ideológica, o convicción alguna. Hará lo que tenga que hacer para salvar al líder falangista que, en la vida real, será ejecutado a los 33 años, en 1936.
Como sucede en todo lanzamiento, Pérez-Reverte ha respondido cientos de entrevistas estas semanas. Se le nota cierto hastío, incluso puede parecer un poco grosero en sus respuestas: fastidiado del periodismo, asqueado de la moral burguesa de la cultura occidental contemporánea y de lo que llama “idiotas del buenismo ideológico” dice -sin decirlo explícitamente- que su personaje principal es detestable porque para él el hombre también lo es.
Por eso, más allá de la novela, lo que llama la atención es el viaje que ha hecho el escritor desde 1986, cuando decide abandonar el periodismo de guerra –su profesión hasta entonces- y dedicarse a la literatura. Ese viaje interno, que se plasma en los héroes de sus historias, y que llega hasta el aborrecible Falcó, que se presenta como una radiografía de la idea que el escritor español tiene hoy de lo humano.
Puede no sorprender. Quienes conocen la obra de Pérez-Reverte se han enamorado de sus protagonistas, precisamente porque tienen ese magnetismo de ser imperfectos: tienen vicios, son egoístas, de dudosas convicciones, caen en las tentaciones. Así es Lucas Corso, el buscador de libros incunables y diabólicos de la aclamada El club Dumas, de 1993, su cuarta novela y la que lo hizo famoso, filmada después por Polanski; así también era César Ortiz de Pozas, de La tabla de Flandes, una intriga basada en los cruces entre la historia del arte y el ajedrez; también son así los miembros de la banda de Pencho Gaviria de La piel del tambor, que entran en acción después de que alguien hackea la computadora del Papa, y pugnan por el derrumbe de una pequeña iglesia en Sevilla.
También sucede con la saga del capitán Alatriste, ex soldado y espadachín a sueldo en Madrid durante el siglo de oro español que ya lleva siete entregas. Diego Alatriste y Tenorio también es un héroe desencantado, cuya historia muestra un deterioro de sus virtudes. Es amigo de Quevedo, comparte época de Calderón de Barca, Lope De Vega, Luis de Góngora. Es una etapa gloriosa de España, que remarca todavía más las transformaciones y matices que sufre el héroe que de a poco se apaga.
A tres décadas de su primera novela, Pérez-Reverte nos muestra con Falcó que ya no hay esperanza en el hombre de hoy, y lo hace por oposición: sitúa la historia del espía mercenario en la España de la década del 30: “Era un mundo injusto y merecía desaparecer, pero era un mundo interesante. No existía la vulgaridad del teléfono móvil, que domina todo”, describe. El declive parece no detenerse. La diferencia entre Alatriste y Falcó es que el primero tuvo un pasado mejor, un momento en el cual creyó y luchó por algo. Falcó es un héroe sin ningún principio.
Como el hombre de hoy es vil. Sin más.